Y por eso no conduzco,
ni me mancho de pintura
los dedos de los pies
cuando salto un libro;
por eso no suelo toser en los cines,
ni creo en la sucesión de desgracias
aleatoria.
Por eso cuando duermo
imagino que derramo pepitas de sandia
por mi oreja
que atraviesan la almohada,
la cama, el planeta;
por eso no se bailar,
ni recuerdo bien los nombres
de las cosas anaranjadas
como “la sed” o “la prisa”.
No hay ningún otro motivo
por el que, cada dos meses,
me encierre a llorar en un baúl
con la boca muy abierta,
como si quisiera comerme a mi mismo;
o patalee delante de los arcos de la avenidas
pidiendo unas explicaciones que nadie me ofrece.
Por eso no te desvelo más secretos
por eso me río de lo que no tiene gracia,
por eso aunque te tenga delante
cierro los ojos
y te imagino sobrevolando mi cabeza
en dirección al oeste.
Por eso en los días de frío,
cuando todas las aves conocidas
parecen haber muerto,
yo no duermo,
y me enrosco en una manta hecha de jaulas,
mirando la fachada de la casa del vecino,
observando todos los sueños astillados
de chocar entre si tantísimas veces;
por eso amo los átomos de cada pequeña caricia,
por eso nunca hablo de política más de cinco minutos
seguidos,
por eso, aunque te empeñaras mucho en ofenderme
no podría separarme de tu brazo;
por eso,
sí
por eso,
y por otras muchas cosas.
(Lamento contradecirte).
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