Te acercas a mi,
poeta de raya al lado
y cejas bizcas,
que feo eres, maldita sea…
Hoy me dices que te duele el mundo
que te duele el alma,
que te desgranas contemplando su retrato
de te devanas paseando en tus jardines
en tus almenas
que simplificas las huellas del mismo camino
hecho a base de múltiplos,
al nuevo ritmo
de la voz acompasada;
Te acercas a mi a acariciarme
a limpiarme los zapatos
a mostrarme tus dones…
(joder, como odio ese perfume de vainilla)
Y me sigues diciendo que te duele el mundo
que te duele el agua
que la sombra de su recuerdo te embelesa
que la ausencia de su presencia te acorrala
que la noche te sumerge entre ramas puntiagudas
que tu y yo somos iguales
porque bebemos por inercia
porque reímos con desgana
porque las orejas nos lloran con el roce del humo
Y me increpas, desesperado,
que te duele el mundo
que te duele el arte…
no trates de engañarme más
a ti no te duele nada.
Hace unos días comenzó a llover con fuerza
y salí al balcón
inspirado por tus palabras,
por las palabras de todos los que son como tú;
abrí mis brazos bajo las gotas, que no eran cuchillas,
pero sentí atravesar mis huesos
con la fuerza de todos los cielos;
en mi boca cabían las vidas
de muchos de los que jamás se cruzaron con mi vista,
y en mi pecho la electricidad
se convirtió en una infinita caricia;
sobre mis manos vi el tiempo fluir,
y toda mi alma se iluminó
como un trazo de acuarela;
en mi frente se abrió una puerta.
Cuantísima felicidad
para saborear de golpe,
cuantísima felicidad cayó
sobre mi cuerpo
invisiblemente crucificado,
cuantísima poesía…
Regresé al interior
al cabo de unos minutos;
estaba empapado,
y a mi alrededor
el olor de los muebles viejos
parecía agudizarse,
pero nada,
absolutamente nada había cambiado,
nada…
Aquello si que dolía.
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